Vie, 10 octubre, 2025
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Después de medio siglo en lo más alto del fútbol, un día Miguel se hizo Angel y partió

La vida sigue… Así, con esta frase, como quien toma impulso vital para respirar… La vida sigue y sin Miguel Angel Russo. Cada uno de nosotros, los feligreses de un fútbol muy distinto al que jugó él (había nacido en 1956, en Lanús) y que, conforme a su sensibilidad, habrá visto alguno de los 418 partidos como profesional o tal vez lo vio en algún partido de Cuarta o Tercera; desde los tablones, apretado como la vianda que el obrero lleva en su mochila, desde la platea, ubicado a la altura del mediocampo, donde se desplegaba con orden y disciplina el fornido con su número 5 y a veces la 6, por esa numeración correlativa que aplicaba Estudiantes al repartir las camisetas del 1 al 11.

Estudiantes Boca. Miguel con la 5. Arco de la calle 55

Puedo tirarme a las revistas y diarios como a una pileta donde buceo en el tiempo… Leer a Manera después de la definición del Nacional, contra Independiente, para sentir que “lo mejor que tiene este equipo es que sabe hacerlo todo, jugar al ataque, marcar en zona, al hombre… todo…”
Puedo encontrar la imagen de Miguel Angel entre los vapores de ese vestuario debajo de la Visera, cuando ya camiseta blanca y el pantalón negro fueron a parar a un par de hinchas felices que se volvían en el tren Roca, la noche en que aún perdiendo Russo y el resto de la orquesta salieron en ganador. Campeones del Nacional ’83, sin contratos firmados.

Puedo interpretar su idioscincracia y la de Estudiantes, leyendo que el Russo técnico es elogiado en el alma de Bilardo, que en una revista El Gráfico (aquellas 100 preguntas) ante el cuál es su mejor alumno, un «Narigón» de mediados de los noventa responde: “No tengo alumnos, pero casi todos los técnicos de hoy se acercan a lo que yo pregoné siempre: Bianchi, Passarella, Russo”.

Cerca de Bilardo, los dos sin camiseta, en la gramilla del Estadio «Jorge Hischi»

Puedo regodearme cuando entré a trabajar a un diario y había un fotógrafo que me parecía imposible, único, por su orgullo “russista”, ya que Miguel había asumido como DT del Pincha y lo quería poner en Primera otra vez. Una cábala entonces fue en la salida de los equipos, el momento en que Miguel buscaba a Carlos Cermele solo para que una pequeña palmada en el abdomen prominente finalizara en una sonrisa de ambos, sabiendo que no podía fallar. En esa redacción escuchábamos al compañero y me parece estar viéndome llorar… contagiado por esa mística.

Miguel, técnico de Racing, busca la panza de Carlitos

En esos años me tocó también ser comentarista de Federico Bulos, que en una FM de Berisso se proyectaba hacia lo que hoy es, un intachable relator. “El cuadro de Michelángelo”, parafraseaba el Negro, y nos volvíamos a Berisso como dos románticos que soñábamos. Uno entraba al vestuario y podía ver hasta la transpiración en la frente de esos hijos pródigos… Russo, Manera, la dupla, con ayudantes de lujo, Trobbiani, Gottardi… Y en una cabina era fija Bilardo.
Pero todo empezó muchísimo tiempo atrás, a los 16 años de ese Miguelito que rescató Estudiantes, luego de jugar para San Lorenzo. Recomendado por Román, se integró a la 56 donde ya estaba Brown, Bertero, Solari Gil y Guillermo «La Bruja” Ocampo.

Russo fue como un Pachamé, transmitiendo fe adentro y afuera de la cancha. Una vez, el diario Gaceta salió con sus periodistas a realizar encuestas en la ciudad, incluido a jugadores, con la idea de armar «el mejor Estudiantes de todos los tiempos». Los 5 más votados fueron Calandra, Ongaro, Albrecht, Pachamé y Russo. Ganó “Pacha”, pero Miguel quedó considerado como otro fiel exponente de «la escuela de Zubeldía«.

Russo jugador, en 1986, al lado del técnico José Ramos Delgado

Su primera felicidad de un resultado muy importante fue en Avellaneda, en Racing, donde el partido ante Huracán definía un cruce de PreLibertadores. Era enero de 1976, y los segundos del Metro y el Nacional dirimían la segunda plaza a la Copa. Con Carlos Salvador Bilardo como DT, aquel León de mediados de los setenta ganó 3 a 2 y volvería a presentarse después de 8 años en el nivel internacional. Se jugó en Racing y Miguel vio la tarjeta roja cuando habían llegado a la igualdad, en una noche que hizo pensar en el ’67, la remontada contra Platense. En esta jornada, el Pincha perdía 0-1 en el primer tiempo; luego 1-2, hasta que a los 35 igualó y a los 44 logró el éxito.

En febrero del 83 dio la vuelta olímpica en el Estadio Córdoba, casi desnudo, en calzoncillos y botines. Digna de una tapa de libro. Cuatro meses después cocinaron a Independiente. En la ida, aquel 2-0, fue tapa de El Gráfico en que Hugo Gottardi se despide y lo levanta con El Tata. Como decía un subtítulo, “correr mucho, pensar bien”. Russo fue el que más jugó en el Nacional, 18 partidos.

La caída del club al Nacional. Su apuesta y la gente que presintió un inminente retorno apenas llegó Miguel. Parecían los 90 un poco los 70 por las carencias, en Estudiantes no abundaba la ropa de entrenamiento para los pibes, y a veces en el plantel superior también sobrevolaba la necesidad.
Tenían que hacer honor a la historia. Lo hicieron. Y el corazón golpeteaba cada sílaba de un cantito… “Vení, vení, cantá conmigo… que un amigo vas a encontras… que de la mano, de Miguel Russo… todos la vuelta vamos a dar”.

Ya había tenido una serie exitosa en Lanús con el que ascendió, descendió y volvió a subir. Parecía experto en el Nacional B, pero en 1996 llevó a la Universidad Católica de Chile a las semifinales de la Copa Libertadores, en la que perdió con River —luego campeón—. Pasó por Rosario Central, Colón, Vélez, Racing, San Lorenzo, Millonarios de Colombia, Universitario de Lima, Monarcas de México, Boca Juniors, al que condujo a la gloria de América e Intercontinental, en Japón y ante el Milan.

Y me vuelvo a regodear en un recuerdo con el fotógrafo, al que siguió buscando para tocarle la panza, en su regreso a Estudiantes, mientras la cabeza me dice que pronto llegará Boca al Estadio UNO en el que Russo tiene su palco, desde la inauguración en 2019. Y eligió el nombre de su colega y amigo de la vida, Eduardo Luján Manera. Ahí donde van los familiares, e invitaba a los amigos de la vida y ex compañeros. El número 461, tres números que sumados dan 11… los que tanto buscaba seleccionar él, como un signo de su función de entrenador.

Ocampo, aquel wing de la 56, que alcanzó a a ser titular en primera un puñado de veces y luego emigró a Sarmiento, recuerda una anécdota. “Nos llamaron del Museo de Estudiantes y ahí fuimos con otro amigo —Mario Castro—, cuando en una vitrina vimos la camiseta de la Selección, enseguida coincidimos en mandarle un audio… “Miguel, acá en la sede está la camiseta, una Lecoq, de la eliminatoria del Mundial ’86, vamos a romper el vidrio y salimos rajando, eh”. La respuesta de Miguel aún está guardada: “Jajaja… Buenísimo…”


Seguiría trabajando hasta el último día, que lo encontró delicado de salud, a los 69 años.
Anoche no podía dejar de pensar en la fugacidad de la existencia. En que un día nos va a tocar pedir el cambio, salir de nuestro cuerpo y hacernos luz infinita… El misterio, el futuro que no se sabe cuándo nos llamará… Soy creyente y entiendo la reencarnación como una energía que toma otra expresión en un nuevo ser humano. Llamé a Carlos Cermele, después de mucho tiempo… “Era un buen tipo”, me dijo. Llamé a Guillermo Ocampo… “No te preocupes, yo estoy bien”, le decía Miguel.
La vida sigue… Ese impulso vital, sabio, prácticamente un plan de Dios, que en su esquema “táctico” nos diría desde el más allá… “no paren, vamos”. Como arengaba Miguel, adentro y afuera. Mientras alumbre el sol y pique una pelota… los que lo vimos jugar y dirigir, seguiremos recordándolo.

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