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domingo, julio 7, 2024

La evolución en la vida personal y deportiva de Pablo Romero (los 48 años de un hijo de Gimnasia)

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Calle 16 entre 159 y 160, ciudad de Berisso. En una casita chica que se quedó en el tiempo y hoy integra el pliego distrital, cada vez más poblado, por ahí, cerca del Cementerio, germinaron a la misma vida los Romero, por el amor de María del Carmen Salvatore, “Chiqui”, y de Alfredo Romero, que como sabios defensores de la familia terminaron por armar una «línea de tres», Cristian, Pablo y Sebastián, varones, sanos y amigables.
El 15 de agosto de 1975 nació Pablo Romero. El día anterior, en un fútbol argentino en huelga, River salió campeón luego de 18 años. Le ganaba 1-0 a Argentinos, que en su cancha amaneció con un comentario: iba a ir al banco un pibe de 14 años, pero el DT de la primera división, Francisco Campana, no se animó y esa tarde Diego Maradona solo alcanzó la pelota e hizo jueguito en el entretiempo.

Vía destino, dos de los tres hermanos Romero son hoy los responsables de un arduo trabajo que realiza Gimnasia y Esgrima La Plata, que contó con un «Chirola» valiente jefe del cuerpo técnico, acompañado por su hermano Pablo y otros técnicos (Cabrera y Tripodi), preparadores físicos (Gómez y Lohmy), médicos (Del Compare y Tunessi), asistente administrativo (Jorgensen), masajista, analista de videos, utileros, y siguen las firmas… empezando por la que se pone en los escritorios, Mariano Cowen.

«La Fábrica» le empezaron a decir al proyecto, pero en realidad tiene calor de familia. En las mañanas de Abasto, cada despertar campero, se percibe el espíritu colectivo de labor y compañerismo. Hoy se empezó con algunos mates y un “feliz cumpleaños” que se replicó en distintos sectores de Estancia Chica, porque Pablo Romero cumple 48. Lleva la cálida mirada y el recuerdo que lo renueva cada vez que le recuerdan la infancia y los años de su versión más loca, la juventud. «Acá jugué de los 5 a los 20 años».  
Un berissense que sabe de hitos para el diario sustento, desde el ejemplo de sus padres y abuelos, por defender un trabajo, aprender un oficio. Don Alfredo era tornero; y María del Carmen trabajó en el Ministerio de Educación. Por eso los chicos se criaron con esos seres entrañables que ya no están, al lado de la casa, de la mano del abuelo Tomás Romero, correntino, jubilado de policía, y de Martina Benítez, misionera, que a su vez llevaba sangre de una madre paraguaya y un padre brasileño. Por el lado materno, los “nonos” eran italianos, que embarcaron en una Guerra y aquí cultivaron la tierra.
En esa generación del trabajo, había genes y lugares de sobra para patear una pelota. Pablo puede ver todavía el verde deshabitado de un campito con gruesos postes color óxido, los arcos de “Los Pocitos”. Ahí siguió a Cristian, el mayor de los tres, que se paraba al medio entre los grandes del barrio, aunque en realidad obedecía el “subí” o “bajá” de algunos casados y pesados para correr. Pablo solo entraba si faltaba uno. Y sufría por no entrar nunca el más chico, “Chirola”. El padre tomó nota y capturó una pelota de cuero, consiguió camisetas y se inventaron una canchita pequeña, donde hacían de local “Los Chicos de Maradona”, aquel equipo infantil donde sí pudieron jugar los tres Romero algún partido por demás informal.
En los calores del verano, el padre que era boquense pensó en la Colonia del Estadio de Gimnasia. Alfredo y Chiqui querían lo mejor, pero sobre todo pedían mejorar, hacer lo mejor que pudieran y los mandaron a la Escuela Anexa de La Plata.
“Si están asociados pueden elegir algún deporte en el Club”, escucharon entre los colonos. Desde ese momento el mayor empezó a jugar en Gimnasia, y cual figura de patitos en fila, atrás se fueron fichando Pablo y Sebastián.
“No podíamos comprar dos pares entre Cristian y Pablo, y te imaginás con Sebastián, ya eran tres”, contaba Alfredo. El transporte era un presupuesto, de Berisso a La Plata. En tareas del hogar, a él le tocaba comprar el pan. A los días en que la olla tenía guiso los tres hermanos lo llamaban “días de descenso”, y en las cenas con milanesas, se escuchaba al trío “¡hoy jugamos una final!”.
Don Alfredo le reconoció al autor de esta nota los créditos que sacó para comprar botines para los tres.
La 75 del Lobo que dejó la cancha chica de LISFI, le siguió un buen rendimiento en juveniles de AFA, donde empezó a destaparse Pablo. En Séptima le dieron un título al Club, en un torneo largo. Lo lograron después de 25 años.
Se iba construyendo la identidad de esos jugadores con carácter, levantando polvoreda en un campo de siete recordadísimo que tuvo el predio del Estadio de 60 y 118 —por entonces no existía El Bosquecito—, con arquitos en el lugar exacto donde hoy se usa como estacionamiento y llegan los micros con los planteles profesionales.
En 1995 ya no estaba más Cristian, el mayor de los Romero, que terminó encontrando un lugar en la Liga Necochense. Viajaba a jugar en Independiente de San Cayetano, donde conoció a la mujer que eligió para casarse. Mientras pasaba eso, los menores de la casa tuvieron un impacto importante, al jugar un partido en Reserva como titulares, en el estadio «José Amalfitani» (el mismo donde este año debutaron como entrenadores). Aquella tarde, en Liniers, los dueños de casa consiguieron la programación de un partido adeudado (cuando el torneo regular ya estaba finalizado) y dieron la vuelta olímpica. Ese día, con un Vélez reforzado, Gimnasia no pudo hacer nada. Pablo Romero y Sebastián Romero, juntos por primera vez.
El mismo año 95, cada uno en su categoría, afrontaron un clásico de juveniles, de visitante en la desaparecida cancha auxiliar Pincharrata, en 54 entre 1 y 115. En Cuarta, Pablo sintió la derrota 1-2 (el gol lo hizo “Harry” Juan Molina, que lo había reemplazado). Ese mismo sábado primaveral y en la misma cancha, Sebastián ganaba el clásico de Sexta 1-0 (gol de Fernando Gatti).
La familia vio con asombro el sacrificio de “Chirola” en aquella convocatoria en una pre selección juvenil de la Argentina. Se levantaba a las 4 para viajar solo desde Berisso a Ezeiza. No había empresario que lo bancara, ni otro conocido que lo acercara en auto. Cuando escuchó que no quedó en la lista definitiva para el Sudamericano, las lágrimas se sintieron caer en el piso de aquel cuartito donde dormía con Pablo.
Las cosas del fútbol. Para el Mundial de Malasia 1997 el pibe que ya había debutado en la primera con Carlos Timoteo Griguol, viajó, jugó y se trajo la medalla de campeón del mundo. Allá en el Golfo Pérsico, todos vieron por TV cómo unos señores con túnica blanca le daban la Copa del Mundo a Romero y a Leandro Cufré, con Scaloni, Aimar, Riquelme y gran equipo orientado por Pekerman. Todavía papá Alfredo iba de compras al supermercadito del barrio, que se llamaba “Argentina 78”, en honor a la primera Copa Mundial que ganamos en Mayores. Romero fue uno de los pibes que bordaron en el escudo la tercera estrella en Juveniles con un Sub 20 (Japón 1979, Qatar 1995 y Malasia 1997).
“Era un rebelde de potrero. En los clásicos era Verón del lado de Estudiantes y del lado nuestro era él. Jugaba siempre bien, todos los partidos igual. Cuando tuvo que afianzarse en Primera tenía muchos jugadores igual que él o mejores, y por eso no Se pudo afianzar”, Damián Basilico, con 34 años de entrenador y más de la mitad en el Lobo (hoy es coordinador técnico del cuerpo docente de la Escuela «Osvaldo Zubeldía»).
¿Dónde estaba Pablo en momentos precisos en que «Chirolaaa, Chirolaaa», empezó a ser coreado por el hincha incondicional. Jugaba para Germinal de Rawson el Torneo Argentino A (hoy Federal A), con 22 años. Al terminar el vínculo contractual fue a jugar por la camiseta para Estrella de Berisso, en la Liga Amateur Platense. “Estuve seis meses con Carlos Sparvieri de técnico. En fútbol todos te van dejando algo”, cuenta Pablo, mirando hacia atrás y encontrar un fútbol argentino plagado de figuras internacionales. “Me gustaba mucho los enganches con gol, los ofensivos. Era una época que había un montón de creativos”. Citar dos con ese estilo, que vio en Gimnasia: Marcico y Albornoz. Tiempos en que se retiraba Maradona y debutaba Riquelme.
“Me vinieron a buscar de Villa San Carlos. El Gallo Sergio Daher, que era el capitán, y Hugo Zuleta, que había asumido como entrenador”, se remonta a una época de nuevos aires románticos en la Primera D, 1997-1998. Los primeros 10 minutos en cancha fueron en Puerto Nuevo, en Campana, el sábado 6 de septiembre de 1997, por la 2da fecha y el colectivo volvió contento para Berisso, por el 3-1. Estos once: Albanese; Daher, Besada, Dupont, Gamba; Alejandro Vallejos, Quiles, Cazzulo, Martini; París y Trinchín. Los cambios, a los 75m. Rivadeneira por Vallejos, 79m Ippoliti por París, 80m Pablo Romero por Cazzulo. Los goles fueron de Cazzulo (PT 33m), igualó el local a los 15 ST, hasta que se quedó con dos hombres menos y llegaron los goles de Facundo Besada (hoy asistente técnico en Quilmes), de tiro penal, y de Leonardo Trinchín (hoy entrenador en infanto juveniles en Gimnasia).

La temporada 1998-1999, con Carlos Pérez en la conducción táctica, los berissenses llegaron a la final del Reducido por un ascenso a la “C”, pero perdieron. Para llegar allí se recuerda una goleada de La Villa 6-0 frente a Fénix y un destacado rendimiento de Pablo que terminó en nota para un programa de televisión de TyC Sports (ABC Diario, del periodista Román Iucht).
“La Villa es otro lugar donde llegás y te enamorás”, expresa Pablo, que no se siente cómodo al analizarse a sí mismo.
1999 marcó un antes y un después en la familia. Dejarán de verse con Sebastián, que fue comprado por Betis de Sevilla, y con unas semanas de diferencia de aquel vuelo a España, le toca subir a otro avión a Pablo, para jugar en Italia. Se marchó al Albenga, equipo de un pueblo que añoraba jugar en Serie D.
“Recién volví de las vacaciones, me reencontré con el Club y los compañeros, fue muy emocionante” comenta Pablo, de frases cortas, y con un corazón de largo alcance. La gratificación indescriptible se dio porque además, su única hija Emma  pudo conocer a los 11 años de edad el lugar donde su padre durante diez años. “A ella le gustó tanto y más que a mí. Fue un regalito que le hicimos con la mamá. Pude volver después de 15 años. Estaba complicado porque solo teníamos una semana, pero decidimos ir y me hizo bien».
Allí tuvo una sorpresa más, porque se vieron con Joaquín Romero, el sobrino (único hijo de Cristian). Terminaron todos con lágrimas en los ojos, como tantas veces pasa cuando más de un Romero se junta. “Hacía tres años que no lo veía a Joaquín”, dice Pablo. El joven se está capacitando para ser administrador de empresas. El sueño de jugador duró un tiempo y pese a no continuar, tiene amigos y famosos: fue “Lobito” de la 2003, con Miramón, Alan Sosa, Mamut y Gonzalo González.
En 2004, de Albenga volvió Villa San Carlos, para volver a bancar la áspera Primera “C”, con el recordado director técnico Carlos Gorostieta.
“Pero donde vayas, el profesionalismo lo llevé siempre al lugar donde me tocó. La satisfacción de esta vuelta a Italia para saludar fue algo fuerte, porque me hicieron un reconocimiento y me dieron la estadística. Jugué 191 partidos, con 71 goles. Creo que si cuento los goles en San Carlos llego a los cien…”
¿Me podrías conseguir ese dato?, pregunta con una sonrisa dibujada al teléfono.
Le pedimos unos minutos y certificamos (con el libro de reciente aparición de Daniel Alvarez) que en VSC jugó 65 cotejos y señaló 31. Alto promedio.
“Yo sabía que andaba en cien goles en mi carrera. Calculaba setenta allá y treinta acá”, dice. La única vez que se obsesiona en una hora de diálogo es aquí, con la estadística.
En sus dos etapas coincidió con Leandro Martini, uno de esos amigos entrañables, y con el que también formó parte de la estructura de trabajo en Gimnasia.

La adaptación es una cualidad del alma humana, un poder que le permite hacer el viaje con mayor placer.
Costó decidirse, siendo residente europeo, volver y armar todo de nuevo en la tierra natal.
“Fue en 2008, corriendo en el Bosque, me encuentro con Napo (José Luis Napolitano, ex delantero y técnico del fútbol amateur). Nos pusimos a hablar, y ese mismo año empiezo a trabajar en Gimnasia, con categorías juveniles, desde Novena a Séptima.Empecé en Metro, luego me tocó dirigir AFA y tuve la suerte de estar en Reserva y Primera. Un crecimiento paso a paso Estoy muy agradecido”, reflexiona muy contento.

—Pasaron la gran prueba de un torneo muy competitivo, con los pibes que fueron como soldados obedientes, parecido a aquellos jóvenes del club que iba poniendo Griguol…
Sí, fue un campeonato durísimo, cada uno de los partidos fue jugar finales, para nosotros y los chicos. Fueron cumpliendo materias donde tenes que rendir siempre 10. Fue como ir a la guerra de Malvinas, donde nos defendieron como lo tenían que hacer. No tengo nada para reprochar, de nada. Hicieron todo lo que tenían que hacer. A veces nos faltó un poco más, pero pudieron asentarse y decir presente en el fútbol de Primera, más allá de que al comienzo costó. Jugamos Copa, otra materia muy importante para el crecimiento de ellos y del club.

Lo raro de todo fue contar con las mismas caras adolescentes que tuvo un tiempo atrás en la cancha 1 de Abasto, y saliendo por el túnel del arco de 60. Con Bolívar, Miranda y Barros Schelotto, que los tuvo en Octava. Con Guiffrey, que lo tuvo en Cuarta (categoría que Pablo asume cuando Messera y Martini reemplazan a Maradona). Con Miramon, Mamut, Mammini, Gonzalo González, Gallo, Nico Sánchez, que los tuvo en Reserva (cuando arriba trabajaba Gorosito).
“Te diría que tuve en el fútbol amateur a casi a todos, menos a los grandes. Que linda es la evolución”, analiza y pone énfasis en lo último.
Se vienen imágenes de la última Liga, cuando el bombardeo fue feo en el infierno de Villa Soldati, 0-4 con San Lorenzo, 38 grados y el pibe Bazzi acalambrado en el minuto 92 de su primera vez como titular.
Barros Schelotto, Palazzo, Miranda, Lescano, Mastrangelo… Es para dejar puntos suspensivos, porque los pibes fueron casi todos.
“Me preguntás por un partido, por un resultado… No, no, no, el resultado es éste, el mejor resultado es el que logramos todos, desde los entrenadores del fútbol infantil y amateur, el área de captación, todos fueron compañeros míos. Atrás hay un laburo de muchos años, no hay que olvidarse”.

Pablito llegó a los 48, en familia, que además de la que dio origen a tres hermanos encantadores, también se hizo caricias entre los gimnasistas, con esa caprichosa que persiguen desde Los Pocitos, desde que Alfredo armó «Los Chicos de Maradona», y mientras Cristian se plantaba, cada tanto levantaba la vista viendo a Pablo y Seba pedir un minuto en la cancha. La Chiqui todavía se acuerda que la milanesa era un día de finales, y aunque está grande y sufre por Gimnasia, todavía la disfrutan. En estos momentos, mientras está leyendo la nota de su propia vida, tal vez ya esté lista la torta para Pablito.

 

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