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domingo, julio 7, 2024

Más gana y más humilde es, la Selección del abanderado Lionel

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El estadio “Más Monumental” con 85.000 almas, olla a presión, marco de película para el triunfo sólido ante una planchada Paraguay, país al que no superábamos en Buenos Aires desde hacía 46 años. Altos, bien altos en el mundo, sellado por el ranking FIFA, viajeros de un sueño del que no podemos despertar. Tan alto como esos aviones que acarician el lomo de la platea, donde el público se olvida de las divisiones y del riesgo país, viendo fútbol en estado de gracia, donador de felicidad, tal cual es su líder, afuera y adentro del terreno de juego, que no necesita andar con el ceño fruncido, o darle golpes a una mesa para imponer nada. Lionel Andrés Messi es así, naturalmente pacífico, capaz de manejar todo el estrés de la máxima exposición en los últimos veinte años de sus treinta y siete vividos. Ama jugar.
A éste punto quería llegar, al alma que lo mueve. Al ser que redimió logrando superar dolores, miedos, un duelo, para expresar con una pelota su liberación. Lo que eligió seguramente al momento de nacer.
Lo conocí cuando tenía apenas diez años; no pronunciamos ni una sola palabra, me hablaban de él y no le solté la vista, a ése de flequillo, mientras viajábamos en un colectivo (símil de «La Scaloneta») rumbo a un partido de la 87 de Newell’s, en una cancha de Liga Marplatense, enero del año 1999, cuando la playa y el océano atlántico era cosa de otra gente.
Trece años mayor que él, con mi profesión de periodista, pude más tarde captar lo esencial de aquel tramo de su vida. Lionel había experimentado la finitud de la existencia por la pérdida de su abuela, una de las razones por las que Leo dedicaba tanto sus goles al cielo en Qatar.

Pasaron 24 años sin volver a estar cerca, en un mismo lugar, con Lionel Messi, hasta este jueves 12 de octubre, ya pisando los cincuenta y como un hincha más. Le cuento a mi sobrina que a “Leo” (así lo nombraba su entrenador en infantiles, “Quique” Domínguez) le pasaron cosas feas, que es un ser humano que necesitó sacrificio. Mucho, eh. Es más, por patear mal una pelota, se cayó y así terminó con yeso. Además, ya se aplicaba él solo las inyecciones con hormonas de crecimiento que corrían por su cuerpo frágil. El remedio lo llevaba en una caja de telgopor, con una jeringa, en aquel campeonato que tuve la fortuna de cubrir. Así lo conocí a Messi, sin poder verlo jugar en esos diez días. Y el destino quería repetirme otra vez una escena parecida, porque en la previa de Argentina-Paraguay vi todos los días que Messi iría al banco.

Un par de empanadas y una SevenUp, una caminata por los alrededores del Estadio con el paisaje de vendedores ambulantes, en el barrio de Núñez, me distrajeron: “¡Gorritos!, ¡pilusos!, vamos, muchachos, vamos Argentina”, canta un hombre, y de repente como si leyera mi cabeza me saca una sonrisa: “¡Vamos que entra Leo en el segundo tiempo, estuvimos en Ezeiza, ¡está para jugar!”. Creo que ni en la zona mixta de Prensa habría un colega con tanta certeza como la ese hombre. Ni el estimado colega Oscar Barnade, comentarista de «Clarín» que comparte esta foto en sus redes. Yo soy uno de los cinco mil de la platea Sívori Media, justo por debajo de la tribuna del cartel electrónico.

Sentimientos que afloran. El recordado periodista Osvaldo Soriano dijo alguna vez que “el fútbol es dibujos animados para mayores”. Va a empezar el partido y “El Dibu” Martínez, de indumentaria verde agua, viene dando saltitos como un chico, hasta que clava sus piernas como estacas en el área chica, estirando su musculatura. Este arquero nos provoca algo especial, con solo verlo.
El arquero paraguayo Carlos Coronel resultó bueno, sacó todo en el primer tiempo, pero nada pudo hacer cuando entró «desde atrás» Nicolás Otamendi, para calzarla de volea, en postura de acróbata de circo, el 1 a 0, con el primer gol en el seleccionado del “capitán sin cinta” en el último Mundial (ayer sí la tuvo, hasta que entró «el dueño»).
Grité hasta sentir que el pecho se acomodaba y un brazo acarició para la eternidad a una sobrina, con la que disfrutamos la aventura del tren Roca, de La Plata a Plaza Constitución, el subte a Diagonal Norte, combinación hasta Congreso, unas dos horas, parecido al trote de Otamendi cuando era pibe y entrenaba en Vélez, que demandaba tres micros desde su casa en Tigre hasta la práctica en Ituzaingó.

Argentina se hizo dueña de la pelota, tocando y manejando el tono emocional, bajo los efectivos de los cánticos tribuneros, el “oleee”, el que recuerda a algún «inglés» y el aún sin actualización de «muchachos» (lo cantamos en pasado, cuando uno se ilusionaba con la tercera estrella). Al borde del campo, Garnero, el argentino que dirige al once visitante: “Sabíamos que íbamos a tener dificultades, pero no pensábamos que íbamos a recibir un gol rápido y con una pelota parada». Los hinchas paraguayos abundan pero no se oyen, seguro que están recordando a uno de sus súper héroes, que era Chilavert, que en River nos clavó un golazo de tiro libre (partido que cubrí y aún siento el estruendoso grito en guaraní). Siempre fue duro jugarle a Paraguay; de hecho, en la era Bilardo (con dos finales de Copa del Mundo) no ganamos (seis partidos, tres empates y tres caídas, con un solo gol de… Maradona).
Los campeones del mundo siguen tocando. Y en la sinfonía de «uuuhhh», «ooohhh», me voy en trance, a un tiempo de la vida en que uno hace las cosas entregándose sin temores, por un sueño. Fue entonces que «Leo» estaba en el banco, con su camiseta roja y negra, de hincha de Ñuls. Es mas, viajó con el tío de Antonella (su actual mujer), que es el papá de Lucas Scaglia, compañerito de la 87, La Maquinita. El niño estuvo todos los partidos en el banco. Por su fantasía y pureza, cada tanto, se autoconvencía, «traje los botines, por ahí Quique me necesita y me pone», le decía a una mamá.

Mi corazón se empieza a preguntar si Scaloni cumple el plan. Lo había visto bien en las últimas dos prácticas, pese a la molestia que aún tiene en los isquiotibiales de la pierna derecha. Un técnico que no anda con misterios, lo llama. No es Quique. Eso fue hace 24 años. La vida pasó y hoy el predio de AFA en Ezeiza tiene su nombre, como también un palco que le regaló River para toda la vida, a la «Familia Messi», ambientado con una foto donde besa la Copa del Mundo. El mismo ser humano que hoy está jugando en Inter de Miami y, para rematar, en el municipio de North Bay Village (de 10 mil almas, que bien caben en una popular del Monumental) le ceden a la AFA un predio.
Rendimos tributo… “Meee-ssiiii… Meee-ssiii…”

Destinos. Messi en la cancha, y antes de las últimas palabras de Scaloni, le hablaba el preparador físico Luis Oscar Martín, nacido en La Plata, uno de los todoterrenos del fútbol que conocí en su etapa de goleador, que no supo de contratos pero sí de dar la palabra, como se confiaba antigüamente. Tiene 57 años y está por siempre joven. Jugó en siete ligas, la Amateur Platense, la Magalenense, la Bahiense, la Tresarroyense, la Chivilcoyana, la Chascmunense, en dos clubes del ascenso, Villa San Carlos y Los Andes. Dio tanto que, sin esperar nada, la vida lo llevó a estar donde está. Desde el minuto 7 del segundo tiempo Messi está deslizándose por el césped, en reemplazo de Julián Alvarez.

A punto estuvo de hacer un golazo olímpico, a los 30 minutos, al ejecutó un corner cerrado, que pasó hacia el segundo palo.
En el minuto 41 le quedó un tiro libre, como un traje a medida, en la orilla del área. Todos filmaban. Parecía pura inspiración, pero había algo de inteligencia semanal, estrategia de la barrera, tres que se agachan, va la pelota a media altura, como un cohete, pega en el palo y se va hacia afuera.
Creo estar ante un fenómeno, y me vuelvo a ver en mi juventud cuando nos quedamos sin más Maradona, expulsado por los controles anti dóping. En ese momento, aseguraba de que «nunca más va a existir alguien que conmueva como el Diego». Estuve esquivocado… La vida me regala la maestría de Messi.

Ganó Argentina, es pasado y es historia, como hace exactamente 100 años pasó el primer triunfo de Paraguay, en Buenos Aires, en cancha de Sportivo Barracas, otra legendaria localía en tiempos de amateurismo. Y vale la mención por lo inaudito: habían sancionado un penal para Argentina y los paraguayos protestaron, como lo hacen siempre cuando se enojan. Nuestro capitán ordenó que lo patearan afuera, y eso hizo Benjamín Delgado, al tirar desviado. El árbitro, al sentirse burlado, se retiró del campo. Hasta que dirigentes y los capitanes lograron convencerlo. Servando Pérez volvió, sacaron del medio y a la Argentina no le fue bien, porque nos metimos un gol en contra y erramos un penal. Paraguay ganó 2 a 0, allá lejos en el tiempo, 1923, ya 2023, vigilia de un feriado, la noche en CABA es un desparramo de hinchas noctámbulos, con montones de turistas de distintos idiomas, cenamos, con caras alegres. Se lee por celular, y se escribe como si cada uno fuera un medio de comunicación en sí mismo. Messi metió por Instagram: “Un pasito más en otra linda noche en nuestro país con toda la gente alentando!!! Vamosss!!!”.

Al cotejar los diarios, el ejercicio que más me gusta, veo en La Nación, el diario de Argentina: “Fue dueño de la pelota, de los lujos, y hasta de la historia, porque desde hacía 11 años no vencía a este rival por eliminatorias (y 50 por esa competencia jugando en Buenos Aires)”; leo ahora La Nación, diario de Paraguay: “Es el momento más crítico en inicios de una cita ecuménica (dos derrotas y un empate en las primeras tres fechas). Solo la victoria ante Bolivia devolverá a los aficionados la confianza de que podemos regresar a un Mundial”.

El martes va la cuarta fecha frente a Perú. Llegamos punteros en las Eliminatorias Sudamericanas con un puntaje perfecto: nueve puntos ganados sobre nueve jugados. «La Scaloneta», que por las imagenes graciosas me hacen acordar aquel micro donde conocí a Lionel Messi de pequeño, perdió una sola vez en los últimos 50 juegos.
Norteamérica 2026, allá vamos los argentinos, con la selección ganadora, con aire humilde y donando felicidad, la motivación por la camiseta y por tantas familias que a esta altura no se la quieren perder, ¡por nada del mundo!

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